Mira de reojo y casi con naturalidad a través el vidrio del restaurante. Sus compañeros engullen vertiginosamente un sabroso menú. La sonrisa de la trompeta de Artie Shaw se dibuja en la ventana. Un color los separa. En la vereda, sentada en un banco, ella, la cantante de la banda, muerde con urgencia una hamburguesa y agita un refresco entre sus pensamientos. Está acostumbrada: “Soy mujer, soy negra. Hay cosas de las cuales no quiero acordarme. Llevo pegado en la frente un cartel con la inscripción: ‘Por la puerta de atrás’”.
Eleanora Fagan Gough despierta en la estrechez del miércoles 15 de abril de 1915, en Baltimore, que verá transitar los primeros golpes. “Mamá y papá eran un par de críos cuando se casaron: él tenía 18 años; ella, 16; y yo, tres”, ironiza. Su padre se enrola como cantante en la orquesta de Fletcher Henderson y borra todo paradero. Su madre sirvienta la deja por temporadas con su prima, que la castiga hasta por sonreír.
Un vecino de 40 años trampea sus 10 años y se le tira encima. Patalea. Grita. El victimario va a parar a la cárcel, la víctima a un convento, donde la hacen dormir durante una noche con el cadáver de una muchacha. Al salir se inicia en “el negocio del fregado”. Madre e hija comprenden que en Baltimore la vida las niega. Parten a Nueva York. Como el dinero no alcanza, Billie envilece su sexo.
1931. Miseria. Hiriente frío. Una madre en el lecho. Billie, desabrigada, lanza su locura a las calles. Un poco de dinero. Entra a un night club. Se ofrece como bailarina. El hambre baila entre sus piernas. “Oye, chica, no me sirves”. La desesperación le golpea el rostro al pianista. “¿Sabes, por lo menos, cantar?” Los recuerdos le muestran a una niña despertando en la vitrola los discos de Bessie Smith y Louis Armstrong. Una vieja melodía acuna el dolor en su garganta. Aplausos en todo el recinto. Ese es el camino. “No se me había ocurrido que podía cantar, aunque lo había hecho desde chica”, murmura.
Un portazo
Trabajo. Grabaciones. Le da un portazo a la pobreza. La fama se cobija en su nuevo nombre. Una gardenia siluetea su alma. La llaman Lady Day. Con “Strange fruit” estremece el alma del otro: “entró una mujer en el baño del Downbeat Club y me halló desquiciada de tanto llorar. Yo había salido corriendo del escenario, con escalofríos, desdichada y feliz al mismo tiempo. La mujer me miró y se le humedecieron los ojos. ‘Dios mío, en mi vida oí algo tan hermoso’, dijo. En la sala se podía oír volar a una mosca”.
Pese a todo, es inútil gambetear la segregación. Siempre en problemas. Tropieza en la droga y sus huesos en la cárcel. “Si descubres una melodía y tiene algo que ver contigo, no hay nada que desarrollar. La sientes, sencillamente, y cuando la cantas los que te oyen también sienten algo. En mi caso, no tiene nada que ver con el trabajo, los arreglos ni los ensayos. Dame una canción que me llegue y nunca significará trabajo. Algunas canciones me llegan tanto que no soporto cantarlas, pero esa es harina de otro costal. Si tuviera que cantar ‘Doggie in the window’ sería un trabajo, pero canciones como ‘The man I love’ o ‘Porgy’ no significan más que sentarse a comer pato a la pekinesa... y a mí me encanta el pato a la pekinesa. Canciones como esas las he vivido y cuando las canto, vuelvo a vivirlas”, dice.
Solo una voz
En libertad. Una gira por Europa. Nuevamente el alcohol. “Naturalmente, todo músico es amigo mío por el hecho de serlo y no necesitamos presentaciones. He luchado toda mi vida para poder cantar lo que quería. Un cantante es solo una voz y una voz depende exclusivamente del cuerpo que Dios te ha dado. Cuando abres la boca, nunca sabes lo que ocurrirá”, explica.
1959, 17 de julio. Un hospital neoyorquino. Ese viernes, la cirrosis se impacienta en la sala de guardia. La atienden. Demasiado tarde. Antes de mirar la eternidad, le entregan una nueva acusación por tenencia de drogas. La voz hiere las patéticas ojeras de la medianoche. “Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos, para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire, para que el sol la pudra, para que los árboles la dejen caer. Esta es una extraña y amarga cosecha…” esa canción que la desquicia en llanto, aúlla ahora en el viento. Nadie está allí. Solo Billie Holiday y su historia: “soy mujer, soy negra, hay cosas de las cuales no quiero acordarme...”.